El problema que tiene mi generación es que para saber dónde va el mundo cree que tiene que mirar a sus padres en lugar de a sus hijos.
A la vuelta de Navidad me fui a comer con un amigo. Me habló mucho y muy bien de una nueva persona que hay en su vida, una chica que conoció hacía meses y con la que se estaba escribiendo un montón. “Pero no nos acostamos, eso no. Yo respeto a mi novia”.
Dejé en la mesa los cubiertos porque hay pocos momentos impresionantes en la vida, y sospeché que ese iba a ser uno de ellos. ¿Cuánto era “un montón”? “Todos los días”, dijo con los ojos brillantes, “y siempre un mensaje de buenos días y otro de buenas noches. No pasan dos horas sin que nos digamos algo o nos llamemos. Pero no vamos más allá, no estamos engañando a nadie, es solo que no sabemos a dónde va esto”.
“No vamos más allá”, dijo. A dónde te queda ir ya, alma de cántaro.
Mi amigo X, y mi amiga Y, y supongo que varios más porque esto es una plaga, tienen tanta confianza en su educación católica que creen que hay más infidelidad en follar que en escribir. Y probablemente piensen todos que su pareja les está agradecida cuando lo más natural, llegado el caso, es que tu novio o tu novia se acuesten con quien les dé la gana y borren su número cuanto antes, porque un polvo dura mucho menos y es más discreto que coger el teléfono en una cena o en unas vacaciones y ponerse a echar de menos a otro.
Yo le dije a mi amigo lo que pensaba: que por supuesto está bien escribirse con todo el mundo y escribirse más con personas que aprecias o te gustan, que también es natural el tonteo, que a veces uno puede —por inercia, por inconsciencia, por placer o por frivolidad— llevarlo más lejos, pero llamarse y escribirse todos los días y contarse todo con otra persona era una relación sentimental, hubiese sexo o no. Y que él era libre de tener esa relación y cien más, Dios me libre de juzgarlo, pero en la vida tan importante es inventarse una moto como no vendérsela a los demás.
Yo detecto en mi generación un ansia terrible de no sentirse mal cuando se hace el mal, o peor aún: creer que está mal cualquier cosa. También detecto que el sexo continúa siendo prestigioso y teniendo el aura de punto culminante del amor, engaño máximo y traición mayor en caso de la pareja infiel.
Me parece respetable, pero, como en la salud, la homeopatía agrava lo que se quiere combatir. Que ese tipo de relaciones de 200 mensajes al día, intercambios de fotos y enganches adictivos a otra persona sin tocarla se mantengan para “no poner los cuernos” es la broma definitiva: hay más cuernos en un “buenas noches” desde la cama mientras ves una serie con tu pareja que en un polvo rápido, o dos, con una persona desconocida en un ascensor.
Es urgente desprestigiar y banalizar, en según qué ocasiones, el sexo. El problema que tiene mi generación es que cree que para saber dónde va el mundo tiene que mirar a sus padres en lugar de a sus hijos, y no solo.
Tenemos 40 años y vivimos entre el fuego cruzado de una generación que está dejando de saber todo sobre un mundo que ya no comprende y otra que empieza a saberlo sobre un mundo que aún no comprende.
Umberto Eco, que de seguir vivo sería millennial, hizo que un personaje suyo se enamorase en una orgía de una mujer con la que estaba practicando sexo y luego, solo luego, la invitó a un café: eso es haberlo entendido todo. A menudo enamora más una conversación que un orgasmo, aunque disfrutemos más del segundo, por eso deberíamos abusar más de él y tratar con más cuidado lo otro.
Manuel Jabois / El País
Comments